lunes, 18 de abril de 2011

TEXTOS PARA NADA

 
I


Bruscamente, no, por fuerza, por fuerza, no pude más, no pude continuar. Alguien dijo, No puede permanecer ahí. No podía permanecer allí y no podía continuar. Describiré el lugar, carece de importancia. La cima, muy llana, de una montaña, no, de una colina, pero tan salvaje, tan salvaje, basta. Fango, brezo hasta las rodillas, imperceptibles senderos de ovejas, erosiones profundas. En el hueco de una de ellas yacía yo, al abrigo del viento. Hermoso panorama, sin la niebla que lo velaba todo, valles, lagos, planicie, mar. ¿Cómo continuar? No era necesario empezar, sí, era necesario. Alguien dijo, quizás el mismo, ¿Por qué ha venido? Hubiera podido quedarme en mi rincón, al calor, seco, a cubierto, no podía. Mi rincón, lo describiré, no, no puedo. Simplemente, nada puedo ya, como suele decirse. Digo al cuerpo, ¡Vamos, arriba!, y siento el esfuerzo que realiza, para obedecer, como un viejo penco caído en la calle, que ya no hace, que aún hace, antes de renunciar. Digo a la cabeza. Déjalo tranquilo, quédate tranquila, ella cesa de respirar, después jadea cada vez más. Me siento lejos de esas historias, no debería ocuparme de ellas, no necesito nada, ni ir más lejos, ni quedarme en donde estoy, todo me resulta verdaderamente indiferente. Debería apartarme, del cuerpo, de la cabeza, dejar que se arreglen, dejar que se acaben, no puedo, sería necesario que sea yo quien se acabe. Ah, sí, diríase que somos más de uno, sordos todos, ni siquiera, unidos de por vida. Otro dijo, o el mismo, o el primero, todos tienen la misma voz, todos los mismos pensamientos, Debiera haberse quedado en su casa. Mi casa. Querían que regresara a mi casa. Mi morada. Sin niebla, con buenos ojos, con un catalejo, la vería desde aquí. No se trata de simple fatiga, no estoy simplemente fatigado, a pesar de la ascensión. Tampoco se trata de que quiera permanecer aquí. Había oído, debí haber oído hablar del panorama, el mar allá lejos, en el fondo, de plomo repujado, la planicie llamada de oro tan frecuentemente cantada, los repetidos valles, los lagos glaciares, los humos de la capital, no se hablaba de otra cosa. Por cierto, ¿quiénes son esa gente? ¿Me han seguido, precedido, acompañado? Estoy en la excavación que los siglos han cavado, siglos de mal tiempo, tendido cara al suelo negruzco donde se estanca, lentamente bebida, un agua azafranada. Están arriba, alrededor, como en el cementerio. No puedo levantar la vista hacia ellos, lástima. No veré sus rostros. Las piernas quizás, hundidas en el brezo. ¿Me ven ellos, qué pueden ver de mí? Quizá ya no haya nadie, quizá se hayan ido, asqueados. Escucho y son los mismos pensamientos lo que oigo, quiero decir los mismos de siempre, curioso. Decir que en el valle brilla el sol, en un cielo desmelenado. ¿Desde cuándo estoy aquí? Qué pregunta, me la he planteado con frecuencia. Y con frecuencia he sabido responder, Una hora, un mes, un año, cien años, según qué entendía por aquí, por mí, por estar, y en esto nunca he ido a buscar nada extraordinario, en esto nunca he cambiado gran cosa, sólo habla el aquí que parecía cambiar. O decía, No debe hacer mucho tiempo, no lo habría soportado. Oigo los chorlitos, significa que cae la tarde, que cae la noche, pues los chorlitos son así, gritan al llegar la noche, tras permanecer mudos durante toda la tarde. Así, así es entre criaturas salvajes y de tan corta vida, en relación a la mía. Y esta otra pregunta, que me es también muy conocida, Por qué he venido, que no tiene respuesta, de modo que respondía, Para variar, o, No soy yo, o, Es el azar, o incluso, Para ver, o en fin, los años fogosos, Es el destino, siento que la pregunta llega, llega, no me hallará desprevenido. Todo es ruido, negra turba saturada que aún debe beber, marejada de helechos gigantes, brezo con remolinos de calma donde se ahoga el viento, mi vida y sus viejos estribillos, Para ver, para variar, no, está visto, todo visto, hasta llenarse los ojos de legañas, ni a la intemperie, el mal está hecho, el mal fue hecho, un día que salí, a remolque de mis pies hechos para ir, para dar pasos, que había dejado ir, que me arrastraron hasta aquí, por eso vine. Y lo que hago, lo esencial, resoplo, diciéndome, con palabras como de humo, No puedo quedarme, no puedo irme, veamos qué ocurre. ¿Y como sensación? Dios mío, no puedo quejarme, es él, pero con sordina, como bajo la nieve, menos el calor, menos el sueño, las sigo bien, todas las voces, todas las partes, bastante bien, el frío me gana, también la humedad, en fin lo supongo, estoy lejos. Mis reumatismos, en todo caso, no pienso en ellos, no me hacen sufrir más que los de mi madre, cuando la hacían sufrir. Mirada paciente y fija, a flor de esta cabeza huraña de buitre, mirada fiel, es su hora, quizá sea su hora. Estoy arriba y estoy aquí, tal como me veo, tendido, los ojos cerrados, la oreja pegada formando ventosa contra la turba que chupa, estamos de acuerdo, todos de acuerdo, en el fondo, desde siempre, nos queremos, nos lamentamos, pero ay, nada podemos. Lo que es seguro es que dentro de una hora será demasiado tarde, dentro de media hora será de noche, y aun, no es seguro, entonces qué, qué es lo que no es seguro, absolutamente seguro, que la noche impide cuanto permite el día, a quienes saben apañárselas, a quienes quieren apañárselas, y pueden, aún pueden intentarlo. La niebla se disipará, lo sé, por mucho que uno esté desprevenido, el viento refrescará, al caer la noche, y el cielo nocturno cubrirá la montaña, con sus luminarias, entre ellas los carros, que me guiarán, una vez más, guiarán mis pasos, esperemos la noche. Todo se confunde, los tiempos se confunden, antes sólo había estado, ahora estoy siempre, dentro de unos instantes aún no estaré, penando a media ladera, o entre los helechos que rodean el bosque, los alerces, no intento comprender, nunca más intentaré comprender, como suele decirse, de momento estoy aquí, desde siempre, para siempre, ya no temeré a las palabras importantes, no son importantes. No recuerdo haber venido, nunca podré irme, mi pequeño mundo, tengo los ojos cerrados y siento en la mejilla el humus áspero y húmedo, mi sombrero ha caído, no ha caído lejos o el viento se lo ha llevado lejos. Lo apreciaba mucho. Unas veces es el mar, otras la montaña, a menudo ha sido el bosque, la ciudad, también la planicie, también probé en la planicie, me he dejado por muerto en todos los rincones, de hambre, de vejez, acabado, ahogado, y después sin razón, muchas veces sin razón, por hastío, eso reanima, un último suspiro, y entonces los aposentos, de mi hermosa muerte, en la cama, viniéndose abajo con mis penates, y siempre refunfuñando, las mismas frases, las mismas historias, las mismas preguntas y respuestas, ingenuo, basta, al límite de mi mundo de ignorantes, jamás una imprecación, no tan tonto, o quizá no recuerde. Sí, hasta el final, en voz baja, meciéndome, haciéndome compañía y siempre atento, atento a las viejas historias, como cuando mi padre, sentándome en sus rodillas, me leía la de Joe Breem, o Breen, hijo de un farero noche tras noche, durante todo el invierno. Era un cuento: un cuento para niños, transcurría en un peñón, en medio de la tempestad, la madre había muerto y las gaviotas se amontonaban junto al faro, Joe se tiró al agua, es cuanto recuerdo, un cuchillo entre los dientes, hizo lo que tenía que hacer y regresó, es cuanto recuerdo esta noche, terminaba bien, empezaba mal y terminaba bien, todas las noches, una comedia, para niños. Sí, he sido mi padre y he sido mi hijo, me he planteado preguntas y las he contestado lo mejor que pude, me he hecho repetir, noche tras noche, la misma historia, que me sabía de memoria sin poder creerla, o caminábamos, cogidos de la mano, mudos, sumergidos en nuestros mundos, cada uno en sus mundos, con las manos olvidadas, una en la otra. Así he resistido, hasta el presente. Y aún esta noche parece que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me tengo en mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente. Durmamos, como bajo aquella lejana lámpara, confundidos, por haber hablado tanto, escuchado tanto, penado tanto, jugado tanto.



"Relatos" - Samuel Beckett

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