miércoles, 6 de abril de 2011

El eterno y máximo galán (y tanto más que eso)


(Omaha, Nebraska, 1924 - Los Ángeles, 2004)

Una recomendación lo condujo ante Erwin Piscator, director del Dramatic Workshop en la New School for Social Research, embrión del Actor’s Studio.  Allí asistió a las clases de Stella Alder, quien gozaba de gran prestigio por haber sido alumna, en Moscú, de Konstantin Stanislawski, cuyas técnicas aplicaba.
Una decena de obras entre 1944 y 1947 (Molière, Shakespeare, Ben Hetch, Cocteau, Bernard Shaw...) foguearon su talento, y le bastaron dos frases para convencer a Tennessee Williams de que se hallaba ante el intérprete ideal para encarnar por primera vez al Stanley Kowalski de Un tranvía llamado Deseo.  Con el beneplácito del dramaturgo y la dirección de Elia Kazan, Brando fue un Kowalski nunca superado, y de la noche a la mañana consiguió que todo Broadway hablara de él.
El éxito rotundo del montaje propició su versión cinematográfica.  Y el actor, que ya había debutado en Hombres (1950), de Fred Zinnemann, supo trasladar a la pantalla toda la fuerza y los matices con que había dotado a su personaje en la escena, aunque su poder de seducción se multiplicó.  Con Un tranvía llamado Deseo (1951), Marlon Brando no sólo adquirió una inmediata fama mundial: con ella nació el mito.  Un ícono que imitaron sus contemporáneos y que medio siglo después no se ha extinguido.
Según cuenta en sus memorias, Las canciones que mi madre me enseñó, él no era consciente entonces del alcance de su imagen ni del efecto de su rebeldía, que sin pretenderlo afianzó en otros títulos, como ¡Salvaje! (1954), de László Benedek, o Piel de serpiente (1959), de Sidney Lumet.  Otro filme destacable de aquellos años fue El baile de los malditos (1958), que permitió a Brando dar muestra de su versatilidad interpretativa al encarnar el papel de un capitán de la Wehrmacht alemana, al que dio un carácter más humano, que difería del imperante en los filmes bélicos de la época.
En el Brando de aquella época prevalecía, por encima de cualquier otra consideración, su prestigio como actor. En seis años de carrera había sido candidato al Oscar en cinco ocasiones, y aunque lo podría haber ganado por ¡Viva Zapata! (1952), de Kazan, o Julio César (1953), de Joseph L. Mankiewicz, lo obtuvo por La ley del silencio (1954), en la que encarnó al contradictorio Terry Malloy (el ex boxeador que merodea por los muelles de Nueva York), un álter ego del director del filme, Kazan, atormentado por el fantasma de la delación después de haber contribuido a la siniestra caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy denunciando a sus camaradas. El actor dudó mucho antes de aceptar su papel en esa especie de filme-expiación, pero debía mucho a Kazan, y el personaje olía a premio.


En realidad Brando, que encarnaba el inconformismo frente a otras pusilánimes estrellas de Hollywood, creía que trabajaba contra el star-system, a espaldas de la industria, y ocurría, en cambio, que su personaje convenía a la gran fábrica de sueños: era el mejor vendedor de sus productos.  Es verdad que rechazaba muchas ofertas de Hollywood, pero más por saturación que por ideología.  Así se entiende mejor su trabajo en títulos de género diverso y desigual calidad que, aparte de demostrar su versatilidad, no contribuyeron a aumentar su prestigio. 
Esto sucedía ya en la década de los cincuenta, cuando estaba en la cumbre, y, con el tiempo, se hizo cada vez más patente.  Puede decirse que esa primera etapa se cerró con su único trabajo como director, El rostro impenetrable (1961), un western crepuscular que marcó las pautas por las que desde entonces se rigió el género, pero que en su momento no fue justamente valorado.
Un decenio después, rescatado de la medianía por Bertolucci y Coppola, quien con El padrino lo llevó a un nuevo Oscar -recogido en su nombre por una falsa india sioux como protesta por el trato a los indígenas norteamericanos-, en el Brando renacido pudo más la codicia, y con Superman (1978), de Richard Donner, con un salario de 14 millones de dólares, inauguró sus trabajos manifiestamente mercenarios y olvidables que caracterizaron la última etapa de su trayectoria. Dicen sus biógrafos que actuó así obligado por las deudas.
En efecto, su economía quedó maltrecha por sus inversiones en Tahití (poseía el atolón Teti’aroa desde 1966) y por las secuelas y obligaciones que le deparaba su exótico, dilatado y dramático historial sentimental (la falsa hindú Anna Kashfi -en realidad Joanna O’Callaghan, galesa-, con quien litigó años por la custodia de su primer hijo, Christian, quien en 1990 fue condenado por el asesinato del novio de su hermana Cheyenne, quien a su vez se suicidó en 1995-; la mexicana Movita Castaneda, la tahitiana Tarita Teriipia y, entre 1988 y 2001, su asistenta guatemalteca María Cristhina Ruiz, madre de sus tres últimos hijos).
No obstante, poco después de su muerte se hizo público el testamento en el que dejaba un patrimonio de unos 22 millones de dólares y reconocía a diez de sus hijos habidos de todas sus relaciones.  De ellos, los mayores repartieron sus cenizas según la voluntad del actor, en su isla de Tahití y en California, en el Valle de la Muerte.



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